Universidad Miguel de Cervantes

Un concepto Humanista Cristiano de la Ciudadanía

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Autor: Mario Fernández Baeza.

Abogado, Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Chile, Dr. Phil y Magister Artium por la Universidad de Heidelberg, Profesor de Derecho Constitucional y de Ciencia Política en la Universidad de Chile y en la Universidad de los Andes.

1.- Primera parte

El título de esta exposición merece una explicación. Al anunciar que reflexionaremos sobre “un concepto humanista cristiano de la ciudadanía”, no estamos afirmando que existe  un  concepto humanista de ciudadanía. Arrogarse tal exclusividad sería contradecir el pluralismo, que es la esencia misma del humanismo. Tampoco podríamos sostener que existe un concepto único humanista cristiano de la ciudadanía, porque el pluralismo es una cualidad inherente del humanismo cristiano.

La expresión “humanismo” es un neolatinismo, introducido por  Petrarca en los inicios del Renacimiento, pero cuyo significado se remonta a Cicerón en el siglo I a.de C., entendido como la “búsqueda de la configuración de la existencia de acuerdo a la dignidad humana”, con apego a la cultura clásica griega. Paradójicamente, a pesar de que el concepto se encuentra hoy impregnado de una obvia significación cristiana, durante la mayor parte de este medio milenio, desde el Renacimiento, se aludió al humanismo como una tendencia del pensamiento antagónica con el cristianismo, especialmente con el catolicismo. Esta larga etapa de cambios y convulsiones globales en la Europa cristiana, llena de realidades y de mitos, que abarcó también a la Reforma protestante, y que tendría secuelas en la anti-religiosidad de las revoluciones históricas de la época moderna, fue denominada por Jacques Maritain como la “tragedia del humanismo” y descrita magistralmente por Benedicto XVI en la Encíclica Spe Salvi al preguntarse con ánimo crítico, pero con afán clarificador: “Cómo ha podido desarrollarse la idea de que el mensaje de Jesús es estrictamente individualista y dirigido sólo al individuo? ¿Cómo se ha llegado a interpretar la “salvación del alma” como huida de la responsabilidad respecto de las cosas en su conjunto y, por consiguiente, a considerar el programa del cristianismo como búsqueda egoísta de la salvación que se niega a servir a los demás?” (Spe Salvi, 16).

En efecto, esa imagen de distanciamiento del humanismo renacentista por parte del cristianismo se consolidó en la interpretación histórica, a pesar de que el ideal humanista fue siempre un acompañante de los pensadores cristianos desde la patrística, influidos por la tradición del derecho natural de Cicerón y su influencia estoica. Por otra parte, Santo Tomás de Aquino fue el gran difusor de Aristóteles en el Occidente medieval5 y el propio Petrarca reconocía la influencia de San Agustín. Por cierto que Erasmo de Rotterdam y Santo Tomás Moro, contemporáneos de lucha y de tribulaciones, son dos grandes humanistas católicos, justamente en esos años confusos, pero decisivos, que dieron nacimiento a  la época moderna.

2.- Segunda Parte

He iniciado esta exposición con esa precisión sobre el carácter plural y ecuménico del humanismo de nuestros días, porque hubo una época, extendida en la historia de la era moderna, pero exacerbada en el siglo XX,  durante la cual, paradójicamente, la lucha entre humanistas de distinta inspiración equivalía a ganar el todo o la nada, pues la meta era imponer la totalidad de cada doctrina en el alma y en el cuerpo de las personas y de los pueblos.

En esa confrontación, las vertientes liberal, marxista, socialdemócrata y comunitaria del humanismo laico o cristiano, tanto puras como mezcladas, lucharon en todos los frentes teóricos y prácticos, endureciendo crecientemente sus postulados teóricos y permitiendo que, en su nombre, los seres humanos muchas veces se envilecieran en la obtención y mantenimiento del poder. Durante todo ese tiempo, unos y otros reclamaron sustentar las bases más sólidas para el desarrollo y bienestar de los seres humanos en sociedad y no pocas tragedias trasladaron el debate de las ideas al campo de la confrontación práctica, con secuelas muy profundas, nacionales e internacionales.

Nuestro país no estuvo ajeno a tal confrontación y sus secuelas son todavía rastreables en el debate público y en muchas tendencias conductuales de algunos líderes de opinión, que insisten en controversias añejas y peligrosas.

Pero lo cierto es que esa modalidad de lucha, esa intolerancia extrema de opiniones, bautizada tempranamente por  Erasmo  como el “pecado original de nuestro mundo”, llegó a tal punto en la segunda mitad del siglo pasado, que terminó por aniquilarse a sí misma, quedando sin fuerzas para seguir su insana práctica.

Me cuento entre los convencidos de que esa época de enfrentamientos doctrinarios y políticos de aniquilación ha llegado a su fin, sin que ningún contendor haya ganado completamente tan poco edificante competencia histórica.

Veamos los hechos tal como son. En este mismo momento, en el inicio del año 2013, la fortaleza y el dinamismo de la economía mundial –y por supuesto de la chilena- dependen de las decisiones del Partido Comunista de China. ¡Qué paradoja! ¡Después de su voceado “triunfo” planetario, el capitalismo depende del comunismo!  Todas las cuentas de los organismos internacionales, de las bolsas de valores, de los conglomerados o de los ministerios de hacienda tienen como referencia principal el crecimiento chino. Las propias denominaciones “socialismo capitalista” o “capitalismo socialista”, con las que se ha intentado denominar el modelo chino, de cuya suerte depende el mundo, da cuenta de la confusa realidad doctrinaria en la que la Humanidad se desenvuelve.

Veamos otro ejemplo que describe con claridad y autoridad esta situación. También al inicio de este año 2013, el Papa Benedicto XVI describió la actual situación Urbi et Orbi desde los balcones de San Pedro, con estas palabras: “No obstante, el mundo está aun lamentablemente marcado por focos de tensión y de contraposición causado por las crecientes desigualdades entre ricos y pobres, por el prevalecer de una mentalidad egoísta e individualista expresada por un capitalismo disoluto.”

Estos indicios tan elocuentes dan cuenta de que el enfrentamiento total de las doctrinas en el siglo XX, no ha dejado ni vencedores ni vencidos. Todas las vertientes humanistas han triunfado y han perdido parcialmente, dejando cada una  huellas y errores indelebles en el curso de la historia. Liberales, socialistas y comunitarios han contribuido al mejoramiento de las condiciones de vida de las personas. Eso es indudable. Pero también unos y otros han evitado que progresos evidentes se hayan frustrado por generaciones en muchos lugares de la tierra. Eso también es evidente. Por eso es que a pesar de tantos progresos y logros, permanecen vigentes los mismos problemas que han aquejado a la humanidad desde siempre. Ellos siguen ahí, como testigos implacables de nuestro enorme fracaso humano para vivir civilizadamente, que se explica en nuestras carencias prácticas, pero también en las ideas que inspiran tales empeños.

El falso desenlace ideológico de fin de siglo, que llevó a unos atolondrados al anuncio del fin de las ideologías y de la historia,  ha producido además el aparecimiento de otros rasgos que han complicado el panorama. La emergencia de dilemas clásicos, pero hoy presentados en forma atractiva y lógica, pero falsamente antagónicos e improductivos para generar reflexiones o procedimientos orientados a su resolución, lo que Jorge Peña ha denominado “disyunciones”, al tratar la moderna disyunción hechos-valores, han contribuido más a la confusión que al esclarecimiento de los grandes problemas de nuestra época .

Como lo avizoraran lúcidamente los Obispos chilenos al inicio de este siglo: “La sociedad globalizada nos lleva a relacionarnos de otra manera en lo político, en lo económico, en lo social, en lo religioso, con nuevas oportunidades de comunión y mutuo conocimiento, pero, paradójicamente, con profundas soledades, como consecuencia de la actitud individualista que se deja arrastrar por el egoísmo en vez de la actitud de individuación, que es integradora con personas y grupos excluidos” Hay, por lo tanto, una tarea pendiente: La tarea de lograr para todos una vida digna, tanto personal y social.
Mientras esa tarea no esté cumplida, el ideal humanista sigue vigente, como vigentes siguen sus múltiples vertientes. Lo que ha terminado –ojalá para siempre- es una forma de lucha, intolerante y fanática, entre esos cuerpos de ideas, pero no han terminado las ideas en nombre de la cuales se lucha. Ha terminado una forma de lucha, pero se mantiene su esencia. Por eso, es que podemos afirmar que en este mundo globalizado y plural en que vivimos, se abre la enorme oportunidad de confrontar las ideas en el único escenario coherente con el ideal humanista: el diálogo. Y se abre la enorme oportunidad de postular a que tales ideas se conviertan en hechos, mediante el único procedimiento digno de sus altos propósitos: la democracia. Como señaló el Presidente Patricio Aylwin, en su primer Mensaje al Congreso Nacional en 1990: “Discrepar no significa ser enemigos”

3.- Tercera Parte

Tal es, en consecuencia, el contexto dialogante y democrático en que formulamos esta reflexión sobre el concepto humanista cristiano sobre la ciudadanía.

Pero debe agregarse una precisión muy importante para terminar de delimitar nuestro tema. Ya señalamos que es inherente al pluralismo aceptar la diversidad de vertientes humanistas y, por lo tanto, que es completamente constructivo presentar con claridad cada una de esas visiones. Por eso es lícito y necesario, con toda claridad y sin ofender a nadie, reflexionar sobre un concepto humanista cristiano de ciudadanía. Para tal efecto, sin embargo, nos falta responder a una pregunta compleja e incómoda: ¿Existe un único concepto cristiano de ciudadanía? Aunque parezca sorprendente, la respuesta es no. Existen diferentes aproximaciones de inspiración cristiana sobre la ciudadanía, que corresponden a las diferencias que entre ellos se tienen sobre otras materias temporales, especialmente en la economía o la cultura.

Una diferencia muy importante entre los cristianos, visible en Chile en todas las esferas, pero también sobre las dimensiones sustantivas de la ciudadanía, tiene lugar entre una concepción cristiana liberal y una visión cristiana comunitaria. La fuente de tales diferencias reside en que una concepción liberal es individualista y una concepción comunitaria es personalista.

Para tratar tales diferencias es imprescindible advertir que, a diferencia del paralelo entre visiones humanistas cristianas y no cristianas, esta comparación entre cristianos liberales y cristianos comunitarios tiene un delimitado campo dentro del cual desenvolverse. En efecto, aunque existen varias vertientes religiosas dentro del cristianismo –que incluye diversas iglesias y cultos- y otras tantas laicas, con vinculación de fe o sin ella, todas brotan o se sustentan en la palabra y obra de Jesús de Nazaret. De lo contrario no serían cristianas: “El Evangelio no es un discurso meramente informativo, sino operativo; no es simple comunicación, sino acción, fuerza eficaz que penetra en el mundo salvándolo y transformándolo”.  Por lo tanto, en el Evangelio reside la delimitación esencial para desarrollar nuestro tema. Todas las vertientes humanistas cristianas se inspiran en el Evangelio. ¿Por qué, entonces, con tal aparente y poderosa fuente de unidad, puede producirse divergencias doctrinarias? O, refiriéndose a nuestro tema: ¿Cómo es posible una distancia admisible entre los cristianos respecto de la ciudadanía y, por lo tanto, sobre la política?

Para dilucidar tal interrogante, señalemos primero que la adhesión humanista cristiana no exige una adhesión de fe en Cristo como existencia sobrenatural. O sea, existen humanistas cristianos no creyentes. Como se sabe, decir humanismo es decir antropocéntrico y dentro de los matices que tal acepción envuelve, las personas pueden aceptar el mensaje cristiano sólo como un mensaje doctrinario sobre lo temporal. Creen en el Cristo histórico, fundador de una cultura, el sentido amplio del término. Aun así, sin  embargo, quienes así siguen a Cristo, usualmente también valoran o aceptan el mensaje de sus iglesias, incluyendo la Doctrina Social de la Iglesia Católica (DSI), y el de los pensadores católicos creyentes, como Jacques Maritain o Enmanuel Mounier. Era el caso de nuestro insigne pensador, don Jaime Castillo Velasco. Pero digámoslo así, gran parte de los seguidores del Cristo histórico no se encuentran vinculados por la fe en Cristo Dios para obedecer tales postulados. Por cierto, el mensaje evangélico cristiano abarca esa realidad de los no creyentes en el origen mismo de su formulación, pues su “buena nueva” se ofrece a todos los “hombres de buena voluntad” y el amor al prójimo se prodiga sin ninguna discriminación ni reduccionismo hacia todos los seres humanos.
Pero la respuesta a la interrogante planteada sobre cómo entender visiones distintas dentro del cristianismo, es más compleja si se formula entre los creyentes y, aún más, entre los católicos, que forman la mayoría de los cristianos en Chile y en América Latina.

Tal diferencia debe explicarse primeramente porque el ser humano está dotado de libertad. Así lo postula el entendimiento del Evangelio. Pero se trata de una libertad compleja, concebida como “la libertad de sí mismo” en palabras de Alejandro Llano, que sobrepasan las concepciones tradicionales de libertad de y de libertad para.  En consecuencia, la apreciación de cada uno sobre los problemas de la historia, de la sociedad, es irremediablemente distinta, pues se produce lo que el mencionado Jaime Castillo describía en estas tan lúcidas palabras, como fue todo su pensamiento: “Cada creyente parte de su propia posición. De acuerdo con ella, el sentir íntimo de la conciencia se diversifica infinitamente. Hay pues numerosas reacciones de cristianos ante el mismo problema. Los factores personales y sociales pesan con matices de gradación variada”   El propio Jacques Maritain lo resumía con sencilla sabiduría en su última gran obra: “Lo espiritual y lo temporal son perfectamente distintos, pero pueden y deben cooperar en una mutua libertad”

4.- Cuarta Parte

Aunque parezca aún más complejo de formularlo, la respuesta a esa presunta antinomia sobre las diferencias entre los cristianos, se presenta cuando se opta por una de tales vertientes. Digámoslo así: La diferencia reside en que el humanismo cristiano comunitario adhiere sin reservas a la Doctrina Social de la Iglesia. El humanismo cristiano liberal adhiere con reservas a la Doctrina Social de la Iglesia.

Así lo veo yo, como adherente al humanismo cristiano comunitario.

Sostengo que la principal raíz de esta disímil adhesión a la Doctrina Social de la Iglesia reside en lo que yo denomino la contaminación liberal en los cristianos de derechas, consistente en la confusión práctica entre la ética y el arte de la optimización, ya formulada por Spaemann, que los conduce a relativizar la doctrina cuando afecta a la lógica de los negocios en lo que se denomina, eufemísticamente, como “sociedad libre”
Los obispos se Chile han señalado recientemente con extrema claridad: “Chile ha sido uno de los países donde se ha aplicado con mayor rigidez y ortodoxia un modelo de desarrollo excesivamente centrado en aspectos económicos y en el lucro. Se aceptaron ciertos criterios sin poner atención a consecuencias que hoy son rechazadas a lo largo y ancho del mundo, puesto que han sido causa de tensiones y desigualdades escandalosas entre ricos y pobres”.

Por lo tanto, sin perjuicio de su profundidad, se trata esta diferencia de una cuestión de énfasis o de interpretación de la DSI, cuyo ejercicio o cultivo no importa necesariamente desviaciones de fe ni de observancia para los creyentes, como tampoco contravenciones epistemológicas para los no creyentes que se nutren del cristianismo para sus orientaciones temporales. Se trata del énfasis distinto que se le otorga al bien común o a la  subsidiaridad, o la relación que se establece entre libertad, igualdad, participación o  solidaridad, lo que proporciona el sesgo para distinguir a cual humanismo se inclina, aunque todos esos conceptos sean principios expresos de la Doctrina Social de la Iglesia. Uno a uno, tales conceptos se encuentran formulados con prístina claridad en los documentos oficiales, pero el problema aparece cuando ellos colisionan entre sí en la realidad concreta temporal, sea social, política, económica o jurídica.

¿Cómo se extienden  hacia el concepto de ciudadanía las diferencias entre las vertientes humanistas cristianas?

Aclaremos qué se entiende por ciudadanía. La palabra denota una idea antigua, aunque el concepto como tal no haya tenido un uso extendido sino hasta la Revolución Francesa. Ya para los romanos “el ciudadano gozaba de todas las prerrogativas incluidas en el jus civitatis, entre ellas el jus suffragi (derecho a votar en los comicios y elegir a los magistrados) y el jus honorum, o derecho a ejercer las labores públicas o religiosas” (Petit, 1954, 114-115), casi lo mismo que a fines del siglo XX se definió como algo muy simple: “ciudadanos, esto es, miembros de una comunidad política” (Aragón, 1998, 89).
En consecuencia, si entendemos ciudadanía como la plena capacidad de todas las personas discernientes para participar activa y libremente en las decisiones públicas, estamos todos de acuerdo. El voto universal y el goce de los derechos fundamentales debidamente garantizados, es hoy una característica obvia de toda sociedad y un buen ejemplo de un logro de toda la humanidad. Así lo consagran los textos fundamentales del derecho Internacional público positivo, al señalar: “Toda persona tiene el derecho a participar en el gobierno de su país, directamente o por medio de representantes libremente escogidos” (Art.21 de la Declaración Universal de Derechos Humanos); “Todos los ciudadanos gozarán…de los siguientes derechos: a) Participar en la dirección de los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes libremente elegidos, b) Votar y ser elegido en elecciones periódicas, auténticas, realizadas por sufragio universal e igual y por voto secreto que garantice la libre expresión de la voluntad de los electores” (Art. 25 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de Naciones Unidas).

Detrás de estas precisiones se encuentra la contribución del pensamiento cristiano, no sólo mediante la participación de numerosos de sus seguidores en los mencionados textos, entre ellos Jacques Maritain, sino por la huella indeleble de su aparición en la historia humana hace dos mil años: “con el cristianismo entra en la escena la persona, cuya dignidad y libertad se funda en última instancia en una esfera de valores que trasciende a la política” (Rodríguez Luño, 2009, 37).

Las diferencias entre los cristianos para entender la ciudadanía, en consecuencia, se producen en un nivel de mayor profundidad, más allá de tales definiciones básicas de general aceptación. Por cierto que esas diferencias no residen en el reconocimiento jurídico formal del ciudadano, sino en las dimensiones sustantivas que acompañan tal calidad, como ya lo veremos. Ahí se producen las diferencias y matices entre las distintas vertientes humanistas.

El ciudadano es, antes que todo, una persona dotada de dignidad. Y las personas son titulares de derechos fundamentales. Así lo reconocen los ordenamientos constitucionales en casi todo el orbe. Y, justamente, en este punto fundamental, nos encontramos con manifestaciones concretas de estas diferencias, como es el debate sobre cuáles derechos constitucionales deben ser considerados como derechos fundamentales para su tutela jurisdiccional.

Sabemos que los tratadistas difieren sobre otorgar o no el mismo estatus a los derechos denominados políticos y civiles que a los derechos económicos, sociales y culturales, a pesar de su igual reconocimiento en el derecho internacional positivo. Frente a tal disyuntiva, los juristas y políticos cristianos se ubican en ambos bandos. Tanto aquí en Chile, como en el vasto mundo. Las razones para ello son, por cierto, jurídicas, pero revelan los énfasis sobre el entendimiento de la Doctrina Social de la Iglesia a los que hemos aludido y sus efectos se extienden a toda la vida personal y social.

Veamos la realidad concreta. Tenemos a la vista el ejemplo de la discriminación establecida en la Constitución chilena respecto del derecho a la educación (art. 19, N°10) o el derecho a la seguridad social (art. 19, N° 18), que no se encuentran tutelados por el recursos de protección en el ordenamiento constitucional de Chile (art. 20), frente a los derechos que si gozan de tal tutela jurisdiccional, poniendo de relieve la preminencia de la subsidiaridad por sobre la solidaridad, y de la libertad por sobre la igualdad. Unos y otros invocarán a la DSI para sostener doctrinariamente sus posiciones, pero indudablemente sus énfasis respeto a la primacía de cuáles principios sobre otros, es innegable.

Los ejemplos de este tipo pueden multiplicarse en un análisis detenido de todos los derechos fundamentales en nuestra Constitución. Mientras derechos liberales clásicos, como la propiedad, gozan de una detallada regulación de once incisos y de una reforzada protección ante la amenaza de ser vulnerados, el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación se encuentra dispuesto en dos magros incisos y su tutela jurisdiccional sujeta de condiciones. Esto, en circunstancias que el ya citado Compendio vaticano sobre DSI destina un capítulo completo (10°) a lo que denomina “Salvaguardar el medio ambiente”, incluyendo frases como ésta: “La tutela del medio ambiente constituye un desafío para la entera humanidad: se trata del deber, común y universal, de respetar un bien colectivo” (2005, párr. 466).

5.- Quinta Parte

Por lo tanto, sostenemos que si la calidad de persona se encuentra menoscabada por las normas constitucionales dictadas bajo un prisma doctrinario determinado, la calidad de ciudadano es incompleta.

Veamos nuevamente ejemplos en nuestro ordenamiento constitucional chileno. Contrariamente al texto de 1925, la Constitución de 1980 no garantizó el derecho de ejercer la ciudadanía. Sólo estableció  las características del sufragio, los requisitos para ser ciudadano y la habilitación para ejercer el derecho de sufragio. Pero no consagra el derecho ciudadano mismo, como sí lo hacía el inciso primero del artículo 9° del texto vigente en 1973 que disponía: “La Constitución asegura a todos los ciudadanos el libre ejercicio de los derechos políticos, dentro del sistema democrático y republicano.” Esta omisión de 1980 en una parte de la Carta muy poco modificada respecto de la anterior, no es accidental, sino una expresión de la concepción doctrinaria liberal, limitante de la ciudadanía plena, que primó entre los redactores del texto.

Pero la propia enumeración del artículo 15 de la Constitución de 1980, que establece “En las votaciones populares, el sufragio será personal, igualitario, secreto y voluntario” (recientemente modificado en el último vocablo), es posible rastrear los énfasis que estamos analizando.

En efecto, el sufragio en Chile no es igualitario.

No sólo no es igualitario, por las evidentes desigualdades socio-económicas de los ciudadanos, pues tal calidad es casi inherente a sociedades en desarrollo como la nuestra, sino que es desigualitario por el efecto de las normativas legales que rigen las elecciones. Por una parte, el voto de cada cual tiene un valor matemático distinto –no rige el principio un hombre un voto- por la enorme desigualdad de relación entre la cantidad de electores y de elegidos. Un diputado en Santiago y en Aysén es elegido por una cifra sideralmente diversa en uno y otro caso.

Se podrá argumentar que tal distorsión también se daba antes de 1973, pero hay una diferencia fundamental entre ambas situaciones. En la Constitución de 1925 existía una proporción establecida en la Constitución (art. 37) respecto de cada cuántos habitantes debía elegirse un diputado (Treinta mil habitantes y por una fracción que no baje de quince mil). La disparidad por lo tanto, no resultaba del sistema, sino que se producía por la negligencia administrativa-legislativa de no actualizar los distritos según la población emergente de los censos. Por su parte, los senadores se elegían en la misma cantidad por cada agrupación senatorial, según el principio de representación territorial y no de la población, que regía para la integración de la cámara alta.

Sin embargo, esta disparidad matemática entre electores y elegidos, no es la única ni la principal causa de la desigualdad del sufragio y por ende de una lesión a la ciudadanía en Chile. La anomalía más grave reside en el propio sistema electoral parlamentario. Se trata de la desigualdad de participación de los ciudadanos en las decisiones del país, producto de las exclusiones a las que el sistema conduce. El sistema electoral binominal significa que miles de ciudadanos quedan sin representación, no por la derrota de sus candidatos, que forma parte de la propia naturaleza de toda elección, sino porque ellos en ningún caso podrían ganar un representante de su preferencia, a pesar de que ella obtenga un porcentaje considerable de los votos. Por lo tanto, en los hechos, sólo una parte, desgraciadamente cada vez más minoritaria, puede influir en las decisiones colectivas eligiendo parlamentarios.

En consecuencia, el sufragio no es igualitario en un doble sentido. En su valor matemático y en su valor de influencia en las decisiones.

Un concepto humanista cristiano de ciudadanía implica dignidad concreta de la persona, o sea garantización efectiva de los derechos fundamentales, conjuntamente con la plenitud de los derechos ciudadanos, entre la que se cuenta la efectividad del voto igualitario. En su vinculación doctrinaria estas características arrancan de los principios de la participación y solidaridad que se encuentran en el centro del mensaje evangélico y de la Doctrina Social de la Iglesia: “En la DSI la solidaridad como primer principio genérico derivado significa la homogeneidad e igualdad radicales de todos los hombres y de todos los pueblos, en todos los tiempos y espacios; hombres y pueblos, que constituyen una unidad total o familiar, que no admite en su nivel genérico diferencias sobrevenidas antinaturales y que obliga moral y gravemente a todos y cada uno a la práctica de una cohesión social, firme, creadora de convivencia.” Por su parte, participar es, según los textos del Magisterio, parten activa capere, tomar parte activa en algo común, intervenir, colaborar en algo que es obra conjunta de varios” (Gutiérrez García, 57, 80).

Como se ve, los matices sobre el entendimiento de los principios cristianos sobre ciudadanía pueden conducir a consecuencias directas en la vida política de las personas y de las sociedades.

6.- Sexta Parte

¿Cómo se caracteriza hoy el humanismo cristiano comunitario?
Como un humanismo integral y solidario. La introducción del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia encargado por Juan Pablo II y publicado por el Pontificio Consejo Pontificio “Justicia y Paz” en 2004, se titula “El Humanismo Integral y Solidario” definiendo el significado del documento, con las siguientes palabras, que resumen muy bien qué entendemos por humanismo cristiano en nuestros días:
“El cristiano sabe que puede encontrar en la doctrina social de la Iglesia los principios de reflexión, los criterios de juicio y las directrices de acción como base para promover el humanismo integral y solidario. Difundir esa doctrina constituye, por tanto, una verdadera prioridad pastoral, para que las personas iluminadas por ella, sean capaces de interpretar la realidad de hoy y buscar caminos apropiados para la acción” (Compendio, Introducción, b),7).

Después de una larga y rica tradición conceptual, cuyas cimas se encuentran en la palabra de la Doctrina Social de la Iglesia hasta nuestros días y en la filosofía de Jacques Maritain y de sus discípulos, también hasta nuestros días, podríamos afirmar provisoriamente que entendemos el humanismo cristiano como aquel que concibe la salvación “como una realidad comunitaria” (Encíclica Spe Salvi,14) y, por lo tanto, como inspiración para una ciudadanía solidaria y participativa, cuyo ejercicio de la libertad personal exige “condiciones de orden económico y social, político y cultural” (Catecismo de la IC,1740). La raíz de esta concepción es la manifestación política de la condición de persona: “El ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien” es capaz, en consecuencia, libremente de “entrar en comunión con otras personas” (Catecismo de la IC, 357).

En consecuencia, es ajeno al humanismo cristiano de este cuño entender el devenir de la sociedad y de la economía, y por lo tanto de la política, como derivada de las estructuras –el Estado o el mercado- o de la actividad humana entendida como la suma de “recursos humanos” o de individuos.

Esta interpretación de la sociedad basada en el determinismo económico y en la primacía de las estructuras, es lo que ha unido doctrinariamente al socialismo marxista y al liberalismo mercantilista. Según esas dos concepciones, las fuerzas productivas y el mercado mueven a la sociedad y a las personas que en ella viven. O sea, mueven la historia. Por eso es que la lucha entre ambos se libró tan denodadamente, con dictaduras y guerras de lado y lado, durante todo el  siglo XX. Unos bajo el estandarte de la igualdad, los otros bajo el de la libertad, pero ambos movidos por una interpretación materialista de la historia. La demostración empírica de esta afirmación, es que el “triunfo” planetario y simbólico del liberalismo mercantilista en 1989 dejó al descubierto la vacuidad espiritual que los “vencedores” ofrecían como modelo para el desarrollo de los países. Ese habría sido el momento, como Benedicto XVI lo ha recordado en  Caritas in Veritates, en “que habría sido necesario un replanteamiento total del desarrollo”. En la práctica, más bien ocurrió lo contrario. El desarrollo económico en vez de servir al bien común y al desarrollo integral del ser humano fue “aquejado por desviaciones y problemas dramáticos”, como la especulación financiera planetaria, las migraciones inhumanamente tratadas o la “explotación sin reglas de los recursos naturales” (CiV, 2009,35, 32).

El fin de la batalla entre estas dos visiones  materialistas dejó al mundo y en cierto modo también a nuestro país, ante una situación sin precedentes. Como lo describió un gran historiador a la vez alemán, británico, judío y marxista, recién desaparecido: “un mundo en el que no sólo no sabemos adónde nos dirigimos, sino tampoco adónde deberíamos dirigirnos”.  Es cierto, mucho de esta frase genial y triste ronda en el aire. Pero el de hoy es un mundo con la misma y antigua interrogante que en la inspiración humanista cristiana siempre cuenta con una respuesta: la esperanza basada en la comunión con los demás. O sea, en términos de ciudadanía, en la participación solidaria de todos.

Este cuadro de posiciones doctrinarias con efectos concretos, no es nuevo. Fue histórica y lúcidamente planteado por León XIII, hace más de un siglo, en la Encíclica Rerum Novarum, el documento germen de la Doctrina Social de la Iglesia y de una visión humanista cristiana sobre la política, que iluminó al socialcristianismo y el nacimiento de la democracia cristiana en Europa y América Latina. Tampoco el origen de esta visión fue estricta y solamente doctrinario, sino que empírico, concreto, basado en la realidad social de un momento determinado de la historia. Las transformaciones que vino a ofrecer el siglo XX cambiaron esta visión del humanismo cristiano sólo parcialmente, según cambiaron las manifestaciones de la vida social. Porque la situación de la democracia y de la vida socioeconómica de las personas, especialmente de los pobres ha cambiado, especialmente en las sociedades más desarrolladas. Pero el escenario de la Rerum Novarum se mantiene hasta hoy en amplias latitudes de la tierra, junto con el aparecimiento de otros fenómenos en todos los países, como la despersonalización y descomunitarización de la vida individual y social en aras del individualismo y del progreso material que caracteriza la vida moderna.

Por eso, la persistencia de los problemas que lesionan la vida según la visión humanista cristiana desde la Iglesia Católica, ha mantenido incólume la tradición iniciada por la Rerum Novarum. Las Encíclicas Quadragesimo Anno de Pío XI (1931), Mater et Magistra de Juan XXIII (1961), Populorum Progressio y Octogesima Adveniens (1971) de Paulo VI (1967),  Solicitudo rei sociales (1988) y Centesimus annus (1991) de Juan Pablo II,  Spe Salvi (2007) y Caritas in Veritate de Benedicto XVI, dan cuenta de la misma preocupación, renovada por la persistencia de las amenazas y del pensamiento para afrontarlas.

¿Qué tiene que ver, dirán ustedes, esta preocupación secular de Iglesia con el humanismo cristiano y la política, que es donde se manifiesta la ciudadanía? Tiene tanto que ver que está dicho expresamente en los documentos pontificios:

“La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien de sustituirlos oportunamente de manera pacífica.” “Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana.”  (Juan Pablo II: Centesimus Annus,90-91).

La expresión “asegura la participación” es la clave de nuestro tema. No se trata meramente de conceder la participación, ni de solo posibilitarla o de promoverla, como se lee o se escucha a menudo en nuestro país, como demostraciones de consecuencia entre los principios cristianos y las obras jurídicas y políticas. Se trata de asegurarla. Como hemos visto en esta exposición, en tal punto las opiniones difieren, lamentablemente también entre cristianos. Y eso no está bien. Es necesario superar tales disensos. Si los avances fueran sustantivos en tal empeño, más cerca estaríamos de lo que Jacques Maritain postuló con valiente lucidez hace ya ocho décadas: El ideal histórico de una nueva cristiandad, como una esencia ideal realizable.

Bibliografía consultada

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NOTA: Artículo autorizado por el autor, para  la página web de la UMC.